El ejemplo de generosidad de Pablo

El ejemplo de generosidad de Pablo

Sirviendo al Señor […] y con pruebas que vinieron sobre mí por causa de las intrigas de los judíos (Hch. 20:19)

Al dirigirse Pablo a los ancianos efesios, y describir el ejemplo de su propio ministerio, conduce la atención de ellos a lo que conocen por experiencia, de primera mano, en cuanto a su coherente ministerio en medio de ellos. «Vosotros bien sabéis cómo he sido con vosotros todo el tiempo, desde el primer día que estuve en Asia» (20:18). Al hablar de cómo se comportó estando en medio de ellos, cita su humildad, su compasión y su generosidad. «Sirviendo al Señor con toda humildad, y con lágrimas y con pruebas que vinieron sobre mí por causa de las intrigas de los judíos» (20:19).

Con anterioridad hemos visto que la presencia y el ministerio de Pablo en Éfeso estuvieron marcados por las virtudes de la humildad y la compasión. En este capítulo analizaremos la tercera virtud de un ministro idóneo y fiel del evangelio, como se describe e las palabras «y con pruebas que vinieron sobre mí por causa de las intrigas de los judíos». Consideremos, pues…

1. Lo que estas palabras describen

2. Lo que implican sobre el carácter y el papel de Pablo como ministro del evangelio

3. Lo que el ejemplo de Pablo nos dice sobre el carácter y el papel adecuados de quienes desempeñan el oficio pastoral.

1. ¿Qué describen estas palabras?

¿Qué quiere decir Pablo cuando afirma: «Vosotros bien sabéis cómo he sido con vosotros todo el tiempo, desde el primer día que estuve en Asia, sirviendo al Señor […], con pruebas que vinieron sobre mí por causa de las intrigas de los judíos»? Prosigue apelando al conocimiento que tienen, de primera mano, sobre su ministerio; esta vez, sin embargo, alude a lo que ellos saben acerca de las condiciones o circunstancias en las que ha servido al Señor en medio de ellos.

Como podemos ver en capítulos anteriores de Hechos, desde el principio de su ministerio el apóstol tuvo que predicar el evangelio enfrentándose a graves oposiciones por parte de la mayoría de sus compatriotas judíos. Consideremos los relatos siguientes:

Pero Saulo seguía fortaleciéndose y confundiendo a los judíos que habitaban en Damasco, demostrando que este Jesús es el Cristo. Después de muchos días, los judíos tramaron deshacerse de él, pero su conjura llegó al conocimiento de Saulo. Y aun vigilaban las puertas día y noche con el intento de matarlo; pero sus discípulos lo tomaron de noche y lo sacaron por una abertura en la muralla, bajándolo en una canasta (9:22-25).

Y estaba con ellos moviéndose libremente en Jerusalén, hablando con valor en el nombre del Señor. También hablaba y discutía con los judíos helenistas; mas éstos intentaban matarlo. Pero cuando los hermanos lo supieron, lo llevaron a Cesarea, y de allí lo enviaron a Tarso (9:28-30).

El siguiente día de reposo casi toda la ciudad se reunió para oír la palabra del Señor. Pero cuando los judíos vieron la muchedumbre, se llenaron de celo, y blasfemando, contradecían lo que Pablo decía (13:44-45).

Y la palabra del Señor se difundía por toda la región. Pero los judíos instigaron a las mujeres piadosas y distinguidas, y a los hombres más prominentes de la ciudad, y provocaron una persecución contra Pablo y Bernabé, y los expulsaron de su comarca (13:49-50).

Aconteció que en Iconio entraron juntos en la sinagoga de los judíos, y hablaron de tal manera que creyó una gran multitud, tanto de judíos como de griegos. Pero los judíos que no creyeron, excitaron y llenaron de odio los ánimos de los gentiles contra los hermanos. Con todo, se detuvieron allí mucho tiempo hablando valientemente confiados en el Señor que confirmaba la palabra de su gracia, concediendo que se hicieran señales y prodigios por medio de sus manos. Pero la multitud de la ciudad estaba dividida, y unos estaban con los judíos y otros con los apóstoles. Y cuando los gentiles y los judíos, con sus gobernantes, prepararon un atentado para maltratarlos y apedrearlos, los apóstoles se dieron cuenta de ello y huyeron a las ciudades de Licaonia, Listra, Derbe, y sus alrededores; y allí continuaron anunciando el evangelio (14:1-7).

Pero vinieron algunos judíos de Antioquía y de Iconio, y habiendo persuadido a la multitud, apedrearon a Pablo y lo arrastraron fuera de la ciudad, pensando que estaba muerto (14:19).
Pero los judíos, llenos de envidia, llevaron algunos hombres malvados de la plaza pública, organizaron una turba y alborotaron la ciudad; y asaltando la casa de Jasón, procuraban sacarlos al pueblo. Al no encontrarlos, arrastraron a Jasón y a algunos de los hermanos ante las autoridades de la ciudad, gritando: Esos que han trastornado al mundo han venido acá también; y Jasón los ha recibido, y todos ellos actúan contra los decretos del César, diciendo que hay otro rey, Jesús. Y alborotaron a la multitud y a las autoridades de la ciudad que oían esto. Pero después de recibir una fianza de Jasón y de los otros, los soltaron. Enseguida los hermanos enviaron de noche a Pablo y a Silas a Berea, los cuales, al llegar, fueron a la sinagoga de los judíos (17:5-10).
Pero cuando los judíos de Tesalónica supieron que la palabra de Dios había sido proclamada por Pablo también en Berea, fueron también allá para agitar y alborotar a las multitudes. Entonces los hermanos inmediatamente enviaron a Pablo para que fuera hasta el mar; pero Silas y Timoteo se quedaron allí (17:13-14).

Cuando Silas y Timoteo descendieron de Macedonia, Pablo se dedicaba por completo a la predicación de la palabra, testificando solemnemente a los judíos que Jesús era el Cristo. Pero cuando ellos se le opusieron y blasfemaron, él sacudió sus ropas y les dijo: Vuestra sangre sea sobre vuestras cabezas; yo soy limpio; desde ahora me iré a los gentiles. Y se quedó allí un año y seis meses, enseñando la palabra de Dios entre ellos. Pero siendo Galión procónsul de Acaya, los judíos se levantaron a una contra Pablo y lo trajeron ante el tribunal, diciendo: Este persuade a los hombres a que adoren a Dios en forma contraria a la ley (18:5-6, 11-13).

Al llegar a Éfeso, las condiciones no son distintas a los demás lugares donde Pablo ha intentado servir a su Señor.

¿Por qué estamos en peligro a toda hora? Os aseguro, hermanos, por la satisfacción que siento por vosotros en Cristo Jesús nuestro Señor, que cada día estoy en peligro de muerte. Si por motivos humanos luché contra fieras en Éfeso, ¿de qué me aprovecha? Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos (1 Co. 15:30-32).

Porque no queremos que ignoréis, hermanos, acerca de nuestra aflicción sufrida en Asia, porque fuimos abrumados sobremanera, más allá de nuestras fuerzas, de modo que hasta perdimos la esperanza de salir con vida. De hecho, dentro de nosotros mismos ya teníamos la sentencia de muerte, a fin de que no confiáramos en nosotros mismos, sino en Dios que resucita a los muertos, el cual nos libró de tan gran peligro de muerte y nos librará, y en quien hemos puesto nuestra esperanza de que El aún nos ha de librar (2 Co. 1:8-10).

Más tarde, en 2 Corintios, Pablo hablará de la gran variedad de sufrimientos que tuvo que soportar por amor a Cristo y a su iglesia (cf. 6:3-10; 7:2-5; 11:22-28). Observen, en especial, esta declaración: «Cinco veces he recibido de los judíos treinta y nueve azotes» (11:24). Este era el castigo más severo que las autoridades judías podían aplicar legalmente.

Pablo recuerda a los ancianos efesios que ha servido al Señor en medio de ellos «con pruebas que vinieron sobre mí por causa de las intrigas de los judíos». Lo que está diciendo con esto es que las circunstancias de su ministerio entre ellos fueron muy difíciles. Trae a su memoria que su servicio allí había tenido un gran coste personal, y que había sufrido mucho a causa de los incesantes complots de los judíos en su contra. Ellos lo sabían de primera mano. Era algo que no se podía negar, y que no debían ignorar al considerar su ejemplo como ministro del evangelio. Si querían imitarlo en su servicio a Cristo, su evangelio y su iglesia, también deben estar preparados para emularlo en sus sufrimientos, sobre todo a manos de aquellos que odian la verdad.

2. ¿Qué sugieren estas palabras acerca del carácter y del papel de Pablo como ministro del evangelio?

El ejemplo de Pablo muestra que era un hombre generoso, dispuesto (como le dice a los corintios) «muy gustosamente gastaré lo mío, y aun yo mismo me gastaré» por las almas de los hombres (2 Co. 12:15). Desde el principio, en Damasco, un espíritu de abnegación y autosacrificio había marcado todo su ministerio anterior. También había sido el carácter de su ministerio desde el primer día que había puesto sus pies en Asia. Y, por lo que sigue en 20:22-24, Pablo deja claro a estos hombres que sigue hasta Jerusalén, con los ojos bien abiertos, sabiendo que las circunstancias no serán distintas allí.

Y ahora, he aquí que yo, atado en espíritu, voy a Jerusalén sin saber lo que allá me sucederá, salvo que el Espíritu Santo solemnemente me da testimonio en cada ciudad, diciendo que me esperan cadenas y aflicciones. Pero en ninguna manera estimo mi vida como valiosa para mí mismo, a fin de poder terminar mi carrera y el ministerio que recibí del Señor Jesús, para dar testimonio solemnemente del evangelio de la gracia de Dios.

Pablo no se engaña a sí mismo, esperando ser recibido con respeto y tolerancia por sus paisanos en Jerusalén. Por el contrario, sabe que puede esperar una oposición enérgica y violenta por su parte. Con todo, sigue adelante, sin apego a su vida: para él lo más importante es acabar su carrera y el ministerio recibido del Señor Jesús. Ha sufrido enormemente. ¡Con toda seguridad, ha cumplido con su parte! Pero no; está dispuesto a sufrir más aún, si así puede «dar testimonio solemnemente del evangelio de la gracia de Dios». En su carácter como ministro, Pablo era un hombre generoso, abnegado, con gran capacidad de autosacrificio.

En su papel de ministro del evangelio, Pablo reconoció su llamado a sufrir lo que fuera necesario por el bien de la iglesia de Cristo. A los corintios les dice:

Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en toda tribulación nuestra, para que nosotros podamos consolar a los que están en cualquier aflicción con el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios. Porque así como los sufrimientos de Cristo son nuestros en abundancia, así también abunda nuestro consuelo por medio de Cristo. Pero si somos atribulados, es para vuestro consuelo y salvación; o si somos consolados, es para vuestro consuelo, que obra al soportar las mismas aflicciones que nosotros también sufrimos. Y nuestra esperanza respecto de vosotros está firmemente establecida, sabiendo que como sois copartícipes de los sufrimientos, así también lo sois de la consolación (2 Co. 1:3-7).

Pablo sabía que, en sus aflicciones como ministro del evangelio, no sufría como persona privada solamente, sino por el bien del pueblo de Dios. Entendía que el propósito de Dios en sus aflicciones no se limitaba a su propia santificación, sino al «consuelo y salvación» del pueblo de Dios (2 Co. 1:6). Lo que soportó fue por amor a ellos, para que pudieran experimentar el consuelo del evangelio y la salvación de sus almas.

El papel pastoral de Pablo incluía soportar cualquier sufrimiento personal necesario que beneficiara a aquellos a los que tenía bajo su cuidado. Y esto es lo que tenía en mente cuando escribió a los Colosenses: «Ahora me alegro de mis sufrimientos por vosotros, y en mi carne, completando lo que falta de las aflicciones de Cristo, hago mi parte por su cuerpo, que es la iglesia, de la cual fui hecho ministro conforme a la administración de Dios que me fue dada para beneficio vuestro, a fin de llevar a cabo la predicación de la palabra de Dios» (Col. 1:24-25). Por supuesto que Pablo no está diciendo que sus sufrimientos complementen en modo alguno el padecimiento expiatorio de Cristo. En la muerte de Cristo y en sus sufrimientos para la remisión de los pecados de su pueblo nada falta. No son necesarios ni complemento ni socio. Mediante una sola ofrenda (el sacrificio por los pecados) Cristo perfeccionó para siempre a su pueblo en el perdón completo de nuestros pecados (cf. Heb. 10:14). No obstante, el padecimiento sustitutorio de Cristo por nuestro pecado no representa la totalidad de los sufrimientos que benefician a la iglesia. El pueblo de Dios recibe muchas bendiciones a través del sufrimiento de sus ministros.

3. Lo que el ejemplo de Pablo nos dice sobre el carácter y el papel adecuados de quienes desempeñan el oficio pastoral

En primer lugar, la lección es indudablemente obvia: los pastores han de ser hombres abnegados con capacidad de autosacrificio. Esto no se cita entre los requisitos ministeriales que hallamos en 1 Timoteo 3 y Tito 1, pero se ve por todas partes en el ejemplo de Cristo y de sus apóstoles. Y lo vemos encarnado en la exhortación de Pablo a Timoteo: «Participa conmigo en las aflicciones por el evangelio […]. Sufre penalidades conmigo, como buen soldado de Cristo Jesús». Para el ministro, las palabras de Cristo tienen una relevancia especial, cuando afirma: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame» (Lc. 9:23). El hombre que solo esté dispuesto a llevar la cruz ordinaria del cristiano, y no la cruz especial de un pastor, no tiene nada que hacer en el ministerio pastoral.

En segundo lugar, el ejemplo de Pablo nos muestra que la porción del pastor consiste en sufrir por el pueblo de Dios. Está llamado a morir a diario por ellos (1 Co. 15:31). Su nombramiento por parte de Dios y la obra soberana de este requieren que sea afligido para consuelo y salvación de ellos (2 Co. 1:6). Su papel consiste en completar lo que falta de las aflicciones de Cristo por amor a su cuerpo, que es la iglesia (Col 1:24).

En algunos casos, la porción del pastor supone soportar ciertas cosas para que, al final, pueda ser más comprensivo. Suelo decir a los estudiantes ministeriales que jamás llegarán a ser gran cosa como pastores hasta que hayan sufrido en un marcado grado, al menos hasta que les hayan dado una gran patada en la barriga. Solo entonces serán capaces de entrar en el oficio con una compasión real por los sufrimientos de su gente y ministrarles verdadero consuelo. La clase de teología pastoral nunca los adecuará como la experiencia personal. Solo allí, en el crisol de sus propias aflicciones, aprenderán lo que significa sufrir. Aprenderán la verdadera compasión por los santos sufrientes de Dios. Estoy absolutamente convencido de que hay pruebas y aflicciones que los pastores sufren por la razón principal de «que nosotros podamos consolar a los que están en cualquier aflicción con el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios» (2 Co. 1:4). No pretendo saber todo lo que Dios ha estado haciendo en las pruebas por las que he pasado, pero una cosa tengo clara: su intención es que su pueblo se beneficie de que yo sea afligido de estas formas.

En otros casos, el pastor actúa a modo de escudo, absorbiendo golpes para que no caigan sobre su gente. La mayoría de esto ocurre sin que lo sepan, pero es una parte real de la porción del pastor. Más tarde (20:29), Pablo hablará de lobos feroces que vendrán de afuera buscando devorar al rebaño y hombres perversos de en medio de ellos que intentarán arrastrar discípulos tras ellos. Con frecuencia, y sin que la congregación lo sepa, el pastor debe salir a enfrentarse con estos enemigos, espada y escudo en mano. A él no lo ven hasta que ha acabado la batalla, cansado y tal vez ensangrentado por el conflicto; a pesar de ello, no tienen por qué saber que agotó sus fuerzas y derramó su sangre por ellos.

Y aunque en estas cosas se le escatima, no ocurre lo mismo con el sufrimiento semanal asociado a las tareas ordinarias del pastor para beneficio de las almas de su gente. No menospreciaré en modo alguno las aflicciones que todos los cristianos experimentan en su llamado, pero el gasto emocional que requiere la obra del ministerio es en verdad extraordinario, y de manera sostenida. Casi todo lo que ustedes dicen o hacen tiene ramificaciones a largo plazo (incluso eternas) para las personas a las que ministran. Su descuido en un consejo dado, en una doctrina o práctica enseñadas o en el gobierno ejercido puede seguir a una oveja durante todos los días de su vida. El pastor que entiende esto vive en una ansiedad continua que lo lleva a no dejar piedra sin remover no sea que represente de forma errónea al Señor o que confunda a sus ovejas. El verdadero pastor experimenta, a menor escala, lo que Pablo vivió en una escala apostólica, cuando afirmó: «Además de tales cosas externas, está sobre mí la presión cotidiana de la preocupación por todas las iglesias» (2 Co. 11:28). El verdadero pastor siente angustia por el estado de las ovejas bajo su cuidado. Y, en cuanto a algunos, puede decir lo que Pablo afirmó de los gálatas: «Hijos míos, por quienes de nuevo sufro dolores de parto hasta que Cristo sea formado en vosotros» (Gá. 4:19).

La guerra espiritual que un pastor experimenta es, prácticamente, sin fin. Él es, por supuesto, el objeto especial de los ataques del diablo, porque el enemigo sabe que si logra lisiar al pastor, podrá asolar al rebaño. Asimismo, su lucha diaria con la Palabra suele ir acompañada de intensas batallas con su propio pecado que permanece. Con frecuencia oigo a cristianos que se lamentan por lo difíciles que les resultan sus devociones personales, porque tienen que pelear con el pecado que permanece o con pensamientos errantes. Multipliquen esa experiencia de treinta minutos hasta llegar a las ocho o diez horas, y sabrán lo que es un día de preparación de sermón. A pesar de ello, el pastor que quiere alimentar a las ovejas no puede excusarse de este tipo de sufrimiento y salir de su estudio con algo adecuado para su alimentación.

Existen otras formas en que los pastores son llamados a sufrir por las almas de su gente, sobre todo en tiempos de persecución; pero me voy a abstener. Con estas descripciones basta para subrayar el punto que deseo exponer: que quien aspira al oficio de pastor debe esperar sufrir y ha de estar dispuesto a ello, como autosacrificio por el bien de las ovejas de Cristo.

Mi propósito al decir estas cosas es instarlos a que oren por sus pastores. No estoy intentando ganarme su empatía para que hagan algo más por nosotros. Cristo nos ha apartado para esto, como parte de nuestro llamado, y lo hacemos de forma voluntaria y sin sentirnos obligados. Aun así, les ruego que oren fervientemente por nosotros, para que no tengamos apego a nuestra vida, que esta no sea tan importante como terminar nuestra carrera y el ministerio que recibimos del Señor Jesús, para dar testimonio solemnemente del evangelio de la gracia de Dios. Somos hombres de carne y hueso; y el mundo, la carne y el diablo nos instan a evitar el sufrimiento. Oren por nosotros, para que el enemigo no tome ventaja sobre nosotros, sino que seamos buenos soldados de Cristo Jesús, fieles en llevar la cruz que nos ha llamado a cargar.

Y le pregunto a mis hermanos en el ministerio: ¿Están dispuestos a sufrir en la causa de Cristo? ¿Han establecido un límite a sus padecimientos? Para Pablo, ese límite era su vida, por la que no sentía apego por amor al evangelio. ¿Estamos dispuestos a negarnos a nosotros mismos hasta ese punto? Puede ser que nuestro Señor no nos pida nunca semejante sacrificio; pero nos pida lo que nos pida, sobrellevémoslo con buena disposición en su servicio. Thomas Boston dice:

No debemos ser escogedores de cruces. Cada uno ha de tomar la suya propia, la que le ha sido asignada por sabiduría soberana, que es el mejor juez para decidir cuál es más adecuada para nosotros. Estamos preparados para pensar que podríamos llevar otra cruz mejor que la que tenemos delante, pero esto no es sino una mentira del corazón que está a favor de cambiar la cruz presente y manifiesta una falta de abnegación.1

Notas:

1 Thomas Boston, «The Necessity of Self-Denial» [La necesidad de la abnegación] en Complete Works [Obras completas], (reed. Wheaton, IL.: Richard Owen Roberts, Publishers, 1980) 6:313.

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