El ejemplo de compasión de Pablo

El ejemplo de compasión de Pablo

Sirviendo al Señor […] con lágrimas (Hch. 20:19)

Hemos visto que, al describir el ejemplo de su propio ministerio. Pablo dirige la atención de los ancianos efesios a lo que conocen por experiencia y de primera mano. Habla con la plena seguridad de un hombre que sabe que tiene un control sobre sus conciencias logrado por su ministerio coherentemente honorable, idóneo y fiel en medio de ellos. «Vosotros bien sabéis cómo he sido con vosotros todo el tiempo, desde el primer día que estuve en Asia» (Hch. 20:18).

Cuando detalla cómo se ha comportado entre ellos, Pablo cita en primer lugar su humildad, su compasión y su abnegación: «Sirviendo al Señor con toda humildad, y con lágrimas y con pruebas que vinieron sobre mí por causa de las intrigas de los judíos» (20:19). En el último capítulo, consideramos la primera de estas virtudes y vimos que la presencia y el ministerio de Pablo habían estado marcados por la cualidad de la humildad. Había servido al Señor «con toda humildad». En este capítulo tomamos la segunda virtud de un ministro fiel e idóneo del evangelio, que se exhibe en las palabras «y con lágrimas».1

¿Qué significan estas sencillas palabas? Al nivel más básico, y tomando sus palabras de forma literal, el apóstol está diciendo que el llanto ha acompañado su ministerio entre ellos. Y esto significa, sin duda, que no se limitó a comportarse como un frío funcionario sin sentimientos, centrado en un programa personal o cumpliendo simplemente con su trabajo, sin respeto por ellos ni por sus necesidades. Por el contrario, estuvo entre ellos como un hombre que los amaba, cuyo corazón ansiaba su salvación y su crecimiento en gracia y que, realmente, lloró por ellos. Posteriormente, al encargar a estos hombres su propio deber, les recomienda: «Estad alerta, recordando que por tres años, de noche y de día, no cesé de amonestar a cada uno con lágrimas» (20:31). En otra ocasión, escribe a los corintios diciendo: «… por la mucha tribulación y angustia del corazón os escribí con muchas lágrimas» (2 Co. 2:4). En una palabra, las lágrimas de Pablo eran el desbordamiento de su corazón que se derramaba en amor por los perdidos y por el pueblo de Dios.

En las palabras «con lágrimas», Pablo afirma que su ministerio entre los efesios había estado marcado por la virtud de la compasión. ¿Pero qué relevancia tiene esto para nosotros? De nuevo, asumiendo que el ejemplo de Pablo está recogido para instruirnos a nosotros, les insto a considerar lo siguiente: el ministerio del evangelio que recibirá la bendición de Dios, que será digno de imitación por parte de los hombres fieles que vendrán después y que merecerá el respaldo del pueblo de Dios tendrá la compasión como una de sus marcas de distinción.

Al iniciar el tema del ejemplo de ministerio compasivo de Pablo, consideraremos tres cosas:

1. La fuente del ministerio compasivo de Pablo
2. Los objetos del ministerio compasivo de Pablo
3. El fruto del ministerio compasivo de Pablo

1. La fuente del ministerio compasivo de Pablo

Aquí formulamos una pregunta sencilla: ¿Cómo llegó Pablo a sentir tal amor por los efesios que lloró por ellos? No pretendo afirmar que esto que sigue sea una respuesta completa, pero creo que al menos estas tres cosas contribuyeron ampliamente al amor y la compasión (hasta las lágrimas) que vemos manifestados en el ejemplo de Pablo. Su amor por los efesios y las lágrimas derramadas por ellos estaban arraigados en…

Su experiencia personal del evangelio de Cristo
Su imitación personal del ejemplo de Cristo
Su encarnación personal de la presencia de Cristo

En primer lugar, la compasión que Pablo sentía por los efesios y las lágrimas que vertió por ellos se remontan a su propia experiencia del evangelio de Cristo. Pablo había llegado a ver, en términos personales, lo que significa estar perdido. Aunque hubo una época en la que se consideraba hebreo de hebreos y fariseo de fariseos, por la compasiva misericordia de Dios llegó a convencerse de pecado y se vio tal y como era en verdad, es decir, un pecador perdido y merecedor del Infierno, sin esperanza y sin Dios en el mundo. En una palabra, Pablo conocía de primera mano la experiencia de la perdición. Y sabía perfectamente lo que significaba que, de repente, la propia conciencia despertara a un entendimiento de tan desesperada condición. Sabía por experiencia propia lo que quería decir hallarse bajo la maldición de la ley. Conocía los terrores de tomar conciencia de hallarse bajo la ira de Dios, precipitándose de cabeza al juicio. Por tanto, sabiendo que «todos nosotros debemos comparecer ante el tribunal de Cristo […], conociendo el temor del Señor» afirma: «persuadimos a los hombres» (2 Co. 5:10-11).

Pablo también había llegado a ver, en términos personales, lo que significa ser perdonado de sus pecados por la compasiva misericordia de Dios. Si podemos tomar prestadas las palabras de John Newton en Faith’s Review and Expectation (más conocido como Amazing Grace [Gracia Sublime]), Pablo sabía lo que significaba poder cantar

Sublime gracia del Señor
Que a mí, pecador salvó
Fui ciego mas hoy veo yo
Perdido y El me halló

Su gracia me enseñó a temer
Mis dudas ahuyentó
¡Oh cuán precioso fue a mi ser
Cuando Él me transformó!

En 1 Ti. 1:12-16, Pablo relata la evaluación de su propia conversión.

Doy gracias a Cristo Jesús nuestro Señor, que me ha fortalecido, porque me tuvo por fiel, poniéndome en el ministerio; aun habiendo sido yo antes blasfemo, perseguidor y agresor. Sin embargo, se me mostró misericordia porque lo hice por ignorancia en mi incredulidad. Pero la gracia de nuestro Señor fue más que abundante, con la fe y el amor que se hallan en Cristo Jesús. Palabra fiel y digna de ser aceptada por todos: Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, entre los cuales yo soy el primero. Sin embargo, por esto hallé misericordia, para que en mí, como el primero, Jesucristo demostrara toda su paciencia como un ejemplo para los que habrían de creer en Él para vida eterna.

En su propio caso, en la misericordia que le fue mostrada como «el primero de los pecadores», Pablo había visto la magnitud del corazón de Dios hacia los pecadores y su disposición a perdonar aun a los más viles y endurecidos ofensores. Como en su caso, y a pesar de ser el mayor de los pecadores, había sido objeto de tal paciencia y misericordia, confiaba en que todos los que vinieran a Cristo serían reconciliados con Dios.

La experiencia personal de Pablo en cuanto al evangelio lo moldeó, en gran medida, como ministro compasivo del evangelio. Se veía a sí mismo, de manera muy acertada, en el papel de embajador de Cristo, enviado a ofrecer la misma redención que él había recibido. Y lo hizo en el único espíritu adecuado para quien ha entendido la misericordia que él mismo ha recibido en el perdón de sus propios pecados, y que comprende la embajada que se le ha sido encomendada. A los corintios les dice lo siguiente:

De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí, son hechas nuevas. Y todo esto procede de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por medio de Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación; a saber, que Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo mismo, no tomando en cuenta a los hombres sus transgresiones, y nos ha encomendado a nosotros la palabra de la reconciliación. Por tanto, somos embajadores de Cristo, como si Dios rogara por medio de nosotros; en nombre de Cristo os rogamos: ¡Reconciliaos con Dios! (2 Co. 5:17-20).

La palabra traducida «os rogamos» (de, omai, 5:20) significa «pedir con urgencia, con la implicación de una presunta necesidad».2 Pablo predicó como quien entendía la necesidad de sus oyentes, la urgencia de su perdición. Y con el amor de Cristo (que se había mostrado tan ricamente en su propio caso) constriñéndolo, instó a los hombres a ser reconciliados con Dios. Por tanto, cuando predicaba, no hablaba como quien habla monótonamente, con frialdad e indiferencia, sino como un pecador que había sido salvado y que hablaba con la urgencia y la compasión de un embajador de la reconciliación. Comentando este texto, Hughes afirma:

El mensaje de la reconciliación no es algo que el embajador de Cristo anuncie con desapego impersonal. Se le han confiado unas noticias vitales para las personas que están en desesperada necesidad. Por esta razón, ruega a sus oyentes. No podemos dejar de detectar la fuerte nota de urgencia y compasión en el lenguaje del apóstol. Ve a los hombres como Dios lo hace, en un estado de perdición; en su poder está la palabra que, por ser la de la reconciliación, ellos deben escuchar por encima de todas las demás; y, porque está proclamando lo que Dios, en su misericordia y su gracia, ya ha hecho por ellos en Cristo, su voz conlleva la autoridad de la voz de Dios.3

En segundo lugar, la compasión que Pablo tenía por los efesios y las lágrimas que derramó por ellos deben remontarse a su imitación personal del ejemplo de Cristo. ¿Dónde aprendió Pablo que su corazón debía desbordar compasión por aquellos a quienes ministraba? ¿Dónde aprendió que los embajadores de Cristo debían predicar el evangelio de la reconciliación manifestando así su misma compasión? La respuesta, en su nivel más básico, es que lo aprendió del ejemplo de Cristo mismo.

Cuando Cristo vio a las multitudes «tuvo compasión de ellas, porque estaban angustiadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor» (Mt. 9:36). Leemos que, en una ocasión, desembarcó y vio a una gran multitud, «y tuvo compasión de ellos y sanó a sus enfermos» (Mt. 14:14). En otra oportunidad, la compasión de Jesús surgió al ver a la multitud hambrienta, y dijo: «No quiero despedirlos sin comer, no sea que desfallezcan en el camino» (Mt. 15:32). Otra vez, cuando dos ciegos clamaron pidiendo misericordia, fue «movido a compasión» y tocó los ojos de ellos, sanándolos (Mt. 20:34). Este es el mismo Cristo que, al acercarse a Jerusalén y ver la ciudad, «lloró sobre ella diciendo, ¡si tú también hubieras sabido en este día lo que conduce a la paz!» (Lc. 19:41-42).

Pablo les dice a los corintios que, en su postura hacia los inconversos, sigue el ejemplo de Cristo, no buscando su propio provecho, sino el de muchos para que puedan ser salvos (1 Co. 10:32—11:31). ¿Debemos suponer que su imitación de Cristo se detiene simplemente con su ejemplo de abnegación? ¿Acaso no deberíamos mirar más allá y ver la compasión de Cristo que lo impulsó a negarse a sí mismo por la salvación de su pueblo? ¿No deberíamos decir que, así como Pablo imita la generosidad de Cristo, también reproduce su corazón de compasión? Al emular a Cristo, el apóstol siente compasión por las ovejas en apuros y dispersadas. Comportándose como su Señor lo hizo, Pablo no puede despedir a las personas hambrientas del pan de vida, no sea que se desmayen por el camino. Actuando como lo hizo su Señor, contempla a los hombres con amor, piedad y llora por ellos, sintiendo dolores de parto hasta que Cristo sea formado en ellos (cf. Gá. 4:19). En su compasión, en sus lágrimas, ¡el siervo es como su Señor!

En tercer lugar, la compasión que Pablo sentía por los efesios y las lágrimas que derramó por ellos se remontan a su encarnación personal de la presencia de Cristo. Aquí es importante considerar varios textos que hablan claramente de la presencia personal de Cristo en la predicación de su palabra.

El que a vosotros escucha, a mí me escucha, y el que a vosotros rechaza, a mí me rechaza; y el que a mí me rechaza, rechaza al que me envió (Lc. 10:16).

Tengo otras ovejas que no son de este redil; a ésas también me es necesario traerlas, y oirán mi voz, y serán un rebaño con un solo pastor (Jn. 10:16).

Porque Él mismo es nuestra paz, quien de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación, aboliendo en su carne la enemistad, la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, para crear en sí mismo de los dos un nuevo hombre, estableciendo así la paz, y para reconciliar con Dios a los dos en un cuerpo por medio de la cruz, habiendo dado muerte en ella a la enemistad. Y vino y anunció paz a vosotros que estabais lejos, y paz a los que estaban cerca; porque por medio de Él los unos y los otros tenemos nuestra entrada al Padre en un mismo Espíritu (Ef. 2:14-18).

Pero vosotros no habéis aprendido a Cristo de esta manera, si en verdad lo oísteis y habéis sido enseñados en Él, conforme a la verdad que hay en Jesús (Ef. 4:20-21).4

Porque todo aquel que invoque el nombre del Señor será salvo. ¿Cómo, pues, invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? ¿Y cómo predicarán si no son enviados? Tal como está escrito: ¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian el evangelio del bien! Sin embargo, no todos hicieron caso al evangelio, porque Isaías dice: Señor, ¿quién ha creído a nuestro anuncio? Así que la fe viene del oír, y el oír, por la palabra de Cristo (Ro. 10:13-17).5

Mi propósito al citar estos textos es enfatizar que la voz de Cristo se oye dondequiera que Él esté presente con sus siervos en el ministerio de la Palabra. Jesús dijo que aquellos que oyen la predicación de Sus discípulos le oirán a Él (Lc. 10:16). Al edificar la iglesia de Cristo, Pablo dice que Cristo mismo predicará paz a los judíos y a los gentiles (Ef. 2:17). Además, añade que al aprender a Cristo, «lo oísteis» (Ef. 4:20-21). Y afirma que cuando los hombres oyen la predicación del evangelio, escuchan a «aquel» de quien se predica (Ro. 10:14).

Ahora bien, ¿acaso sería un salto de lógica demasiado grande decir que donde se escucha la voz de Cristo por medio de Sus siervos, esta tendrá la misma cualidad de compasión que marcó Su ministerio terrenal? Aun llegando a esta conclusión por deducción, seguramente es correcto decir que la compasión que resaltó el ministerio paulino fue, en grado relevante, el fruto de la presencia de Cristo con él, obrando en él y a través de él para ministrar a su pueblo.

Hermanos, quienes escuchen la voz de Cristo a través de nosotros deberían percibir también el tono de la misma y no solo la forma de sus palaras. No diré que Cristo jamás habló con tono de reprobación y que, por tanto, nunca debemos hacerlo; sin embargo, con toda seguridad, el tono predominante en la predicación de Su evangelio era de compasión por los pecadores perdidos. Esto, por encima de todo, es lo que queremos imitar de nuestro Señor.

2. Los objetos del ministerio de compasión de Pablo

Pablo sentía compasión tanto por los perdidos como por el pueblo de Dios. Su corazón anhelaba a ambos tipos de personas. Deseaba fervientemente que escaparan a la ira venidera; pero más que esto, quería que una vez salvos crecieran en gracia y utilidad en el reino de Dios.

La compasión de Pablo por los perdidos se puede ver en todo lo que hacía por ellos. ¿Cómo, si no, se explican los largos viajes, los abnegados esfuerzos y las repetidas pruebas, arriesgando hasta su propia vida, de no ser porque tenía un corazón de amor y compasión por los perdidos? En este punto, consideremos su propio testimonio.

Digo la verdad en Cristo, no miento, dándome testimonio mi conciencia en el Espíritu Santo, de que tengo gran tristeza y continuo dolor en mi corazón. Porque desearía yo mismo ser anatema, separado de Cristo por amor a mis hermanos, mis parientes según la carne […]. Hermanos, el deseo de mi corazón y mi oración a Dios por ellos es para su salvación (Ro. 9:1-3; 10:1).

Porque aunque soy libre de todos, de todos me he hecho esclavo para ganar a mayor número. A los judíos me hice como judío, para ganar a los judíos; a los que están bajo la ley, como bajo la ley (aunque yo no estoy bajo la ley) para ganar a los que están bajo la ley; a los que están sin ley, como sin ley (aunque no estoy sin la ley de Dios, sino bajo la ley de Cristo) para ganar a los que están sin ley. A los débiles me hice débil, para ganar a los débiles; a todos me he hecho todo, para que por todos los medios salve a algunos (1 Co. 9:19-22).

A causa de su amor por los perdidos, ¡Pablo se extendió en formas que lo llevaron mucho por el camino de las pruebas y los inconvenientes! ¿Quién de entre nosotros puede sondear las profundidades de una compasión que desearía ser «anatema (maldito) de Cristo» con tal de que solo uno de sus compatriotas se salvara? John Brown afirma:

Si ser expulsado por el Salvador asegurara la recepción y salvación de todo el pueblo judío, expresa su disposición a someterse a ello. Pero como esto era imposible, y como él lo sabía bien, todo lo que podemos deducir razonablemente de ese pasaje es que su apego por sus compatriotas era tan grande que estaba listo a hacer o sufrir cualquier cosa, dentro de los límites de lo posible, con tal de que la salvación de ellos quedara asegurada por estos esfuerzos y sufrimientos. Esta extraordinaria expresión para un estado de sentimientos no haya forma adecuada de lenguaje más común. Pretendía manifestar tan alto grado de afecto como un hombre pueda sentir por el hombre. Entendiéndolo así, no es la expresión de un deseo perentorio real, sino la declaración de que si fuera coherente con la voluntad de Dios y para la gloria de Cristo, estaba dispuesto a cambiar su condición con la de los desdichados judíos incrédulos. Estos, aun siendo sus hermanos, sus parientes según la carne, eran también sus enemigos activos, tenaces e imparables, por lo que su declaración ha de considerarse como una explosión incontenible de generosidad y benevolencia sin precedente. Sin embargo, por lo que la excede al infinito, ese amor que sobrepasa todo conocimiento es el que indujo al Justo no solo a desear convertirse en maldición, sino que como Pablo dice: «Cristo nos redimió de la maldición de la ley, habiéndose hecho maldición por nosotros» para que «nosotros fuéramos hechos justicia de Dios en Él».6

En una palabra, la compasión de Pablo por los perdidos era como la de Cristo. Estaba dispuesto a convertirse en una maldición, si ese sufrimiento personal llevaba el fruto de liberar a los hombres de la maldición. No podía morir bajo la maldición de Dios en lugar de los perdidos, pero podía decir: «A todos me he hecho de todo», para que por medio de esa abnegación como la de Cristo, algunos pudieran aprovecharse del beneficio de la salvación.

Una vez más, Pablo no se contentaba con que los hombres escaparan a la ira de Dios contra los pecadores. Anhelaba que, una vez salvos, pudieran crecer en gracia y utilidad en el reino de Dios. Este deseo se manifestó en un corazón que se derramaba por el pueblo de Dios, de nuevo a cambio de un gran precio personal. Su compasión por los santos fue evidente en la forma como trató con ellos y en todo lo que sufrió por ellos. Solo un corazón lleno de amor y compasión por el pueblo de Dios explica la disposición de Pablo a sufrir por ellos e incluso a manos de ellos para que pudieran crecer en gracia y en el conocimiento de Cristo. Consideremos otra vez su propio testimonio.

Doy gracias a mi Dios siempre que me acuerdo de vosotros, orando siempre con gozo en cada una de mis oraciones por todos vosotros, por vuestra participación en el evangelio desde el primer día hasta ahora, estando convencido precisamente de esto: que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Cristo Jesús. Es justo que yo sienta esto acerca de todos vosotros, porque os llevo en el corazón, pues tanto en mis prisiones como en la defensa y confirmación del evangelio, todos vosotros sois participantes conmigo de la gracia. Porque Dios me es testigo de cuánto os añoro a todos con el entrañable amor de Cristo Jesús (Fil. 1:3-8).

Más bien demostramos ser benignos entre vosotros, como una madre que cría con ternura a sus propios hijos. Teniendo así un gran afecto por vosotros, nos hemos complacido en impartiros no sólo el evangelio de Dios, sino también nuestras propias vidas, pues llegasteis a sernos muy amados. Porque recordáis, hermanos, nuestros trabajos y fatigas, cómo, trabajando de día y de noche para no ser carga a ninguno de vosotros, os proclamamos el evangelio de Dios. Vosotros sois testigos, y también Dios, de cuán santa, justa e irreprensiblemente nos comportamos con vosotros los creyentes; así como sabéis de qué manera os exhortábamos, alentábamos e implorábamos a cada uno de vosotros, como un padre lo haría con sus propios hijos, para que anduvierais como es digno del Dios que os ha llamado a su reino y a su gloria (1 Ts. 2:7-12).

Nuestra boca, oh corintios, os ha hablado con toda franqueza. Nuestro corazón se ha abierto de par en par. No estáis limitados por nosotros, sino que estáis limitados en vuestros sentimientos. Ahora bien, en igual reciprocidad (os hablo como a niños) vosotros también abrid de par en par vuestro corazón (2 Co. 6:11-13; 7:2-3).

¡Pablo amaba al pueblo de Dios! Y el amor que sentía hacía que estuviera dispuesto a sufrir por ellos. Estaban «en su corazón» y «los añoraba con el entrañable amor de Cristo».

3. El fruto del ministerio compasivo de Pablo

Ciertamente, muchas cosas maravillosas se originaron en la representación compasiva de Cristo y del evangelio que marcaron el ministerio de Pablo; sin embargo, aquí quiero centrarme en un punto importante. El Señor utilizó de forma poderosa la compasión de Pablo por las personas, para abrir los oídos de los hombres al ministerio de la Palabra. Debía recibirse como principio general de que la pasión sin la compasión es calor sin calidez. La Palabra de Dios predicada sin amor puede ser precisa y convencer de juicio, pero jamás alcanzará al corazón del oyente, donde debe hacerse la obra real del evangelio. La mente puede alcanzar la mente, pero solo el corazón puede llegar al corazón. Únicamente cuando, en el corazón del predicador, más que una mera pasión por sus sujetos, también se halla compasión por sus oyentes, podrá conseguir sus oídos y sus corazones. Y solo entonces será capaz de hacerles bien.

A lo largo de su larga asociación con los corintios, Pablo tuvo que decirles muchas cosas duras, cosas difíciles de decir y de oír. A pesar de todo, al final, se hizo con sus oídos y sus corazones, y ellos recibieron sus amonestaciones. ¿Qué fue lo que logró que estos necesitados creyentes prestaran oído a Pablo? De nuevo, consideremos su testimonio.
La gracia del Señor Jesús sea con vosotros. Mi amor sea con todos vosotros en Cristo Jesús. Amén (1 Co. 16:23-24).

Pues por la mucha aflicción y angustia de corazón os escribí con muchas lágrimas, no para entristeceros, sino para que conozcáis el amor que tengo especialmente por vosotros (2 Co. 2:4).
No dando nosotros en nada motivo de tropiezo, para que el ministerio no sea desacreditado, sino que en todo nos recomendamos a nosotros mismos como ministros de Dios, en mucha perseverancia, en aflicciones, en privaciones, en angustias, en azotes, en cárceles, en tumultos, en trabajos, en desvelos, en ayunos, en pureza, en conocimiento, en paciencia, en bondad, en el Espíritu Santo, en amor sincero (2 Co. 6:3-6).

Y yo muy gustosamente gastaré lo mío, y aun yo mismo me gastaré por vuestras almas. Si os amo más, ¿seré amado menos? (2 Co. 12:15).

Al final, los corintios estaban deseando escuchar a Pablo, no solo porque lo que decía era verdad, sino porque lo creyeron cuando dijo: «Mi amor sea con todos vosotros en Cristo Jesús. Amén» (1 Co. 16:24).

Pablo dice a los ancianos efesios: «Vosotros bien sabéis cómo he sido con vosotros todo el tiempo, desde el primer día que estuve en Asia, sirviendo al Señor con toda humildad, y con lágrimas […]; por tres años, de noche y de día, no cesé de amonestar a cada uno con lágrimas» (Hch. 20:18, 19, 31). Estas eran las palabras de un hombre que no se preguntaba si le escucharían. Su ministerio había estado marcado por la compasión de un pecador salvado por gracia, por la compasión de un siervo de Cristo que imitaba a su Señor, por la compasión de un hombre que encarnaba la presencia de Cristo entre ellos, por la compasión de un hombre que se había gastado a sí mismo por sus almas. En Pablo habían experimentado, en cierta medida, el amor de Cristo que este les había ministrado por medio de su siervo. John Dick afirma:

Sus lágrimas expresaban su tierna preocupación por las almas de los hombres, de la compasión con la que contemplaba a los que perecían en sus pecados, y con su empatía por los discípulos en sus aflicciones comunes y sus sufrimientos por la religión. No era un hombre de carácter severo e insensible; en él se conjuntaban un corazón tierno y un enérgico entendimiento. No predicaba el evangelio con la indiferencia de un filósofo que resuelve una cuestión abstracta de ciencia; predicaba con todos los afectos que el evangelio, con su importante diseño y sus interesantes doctrinas, estaba calculado para provocar. Susceptible de las emociones del amor y la compasión, no se avergonzaba de derretirse en lágrimas ante la necedad y la perversión de la impiedad. «Muchos andan como os he dicho muchas veces, y ahora os lo digo aun llorando, que son enemigos de la cruz de Cristo».7

En el último capítulo sugerí un principio que debería regular nuestro pensamiento sobre el ministerio pastoral de la iglesia. Y ese principio es que un ministerio que puede esperar la bendición de Dios, que es digno de imitación por parte de los fieles hombres que vengan después, y que es digno del respaldo del pueblo de Dios estará marcado por la coherencia en el despliegue de aquellas virtudes que reflejen el ejemplo de Cristo y de sus apóstoles, y que encarne los principios del evangelio mismo.

En este capítulo hemos considerado el ejemplo de la compasión de Pablo. Hay hombres maravillosos que trabajan en el ministerio del evangelio; sin embargo, también los hay que aparentemente carecen de la virtud de la compasión. No debemos creer cualquier informe negativo que escuchemos, porque «justo parece el primero que defiende su causa hasta que otro viene y lo examina» (Pr 18:17). No obstante, existen casos de pastores que tratan a su gente de forma fría y sin corazón. Con toda seguridad, podemos preguntarnos con razón si estos hombres entienden realmente el evangelio, o si de verdad encarnan la compasión de Cristo en sus tratos pastorales. Las iglesias tienen una clamorosa necesidad de hombres de compasión que aman a los perdidos y al pueblo de Dios así como aman la verdad. Recuerden, hermanos ministeriales, la pasión sin compasión es calor sin calidez y matará en lugar de curar a los enfermos por el pecado.

¿Pero dónde adquiriremos semejante compasión? ¡Este tipo de amor no procede de los genes de Adán! Por naturaleza somos egoístas y no tenemos amor, ni siquiera hacia quienes nos aman. ¿Acaso no necesitamos la poderosa gracia divina para amar como deberíamos? ¿No necesitamos el amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, no solo para persuadirnos del amor que Él tiene por nosotros, sino en tal medida que lleguemos a ver cuánto amor debemos a los demás pecadores como nosotros? ¿Acaso no debemos hallar esa compasión única, que adorna el evangelio, en la misma fuente donde Pablo se imbuyó de ella? Si esto es verdad, hermanos —y sin lugar a dudas a debemos decir que lo es—, entonces debemos considerar nuestra propia experiencia del evangelio, nuestra propia imitación del ejemplo de Cristo, y nuestra propia encarnación de la presencia de Cristo.

No existe sustituto de la profunda experiencia personal y transformadora de vida del evangelio de Jesucristo. Solo Dios conoce el corazón de los hombres; ¡pero son tantos los ministros que parecen no haber sido convertidos! ¿Cómo pueden tales hombres, extraños a su propia necesidad como pecadores así como al remedio del evangelio que está en Cristo, derramar su corazón en compasión por los que están muertos en sus delitos y pecados? Un ministro puede solidarizarse con las necesidades sociales o emocionales y desear que las cosas vayan mejor en la vida; pero el corazón de quien no tiene una experiencia personal del evangelio bíblico no puede decir: «El deseo de mi corazón y mi oración a Dios por ellos es para su salvación». Y no «rogará» a los hombres «en nombre de Cristo:
¡Reconciliaos con Dios!».

Antes de que ningún hombre aspire a la obra del ministerio del evangelio, ha de estar seguro de ser un cristiano concienzudamente convertido, que ama el evangelio y que ha aceptado a Cristo. Esto es elemental. Y si usted es, en la actualidad, un ministro en la iglesia de Cristo, haga una buena evaluación de su propio caso. ¿Puede decir con Pablo: «Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, entre los cuales yo soy el primero»? ¿Puede decir: «Con Cristo he sido crucificado, y ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí; y la vida que ahora vivo en la carne, la vivo por fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí»? Tómese en serio la amonestación de Pablo: «Poneos a prueba para ver si estáis en la fe; examinaos a vosotros mismos. ¿O no reconocéis a vosotros mismos que Jesucristo está en vosotros, a menos de que en verdad no paséis la prueba? (2 Co. 13:5). Asegúrese doblemente de su propio caso antes de pretender ministrar en el nombre de Cristo a otros.

Tampoco existe sustituto para la imitación personal del compasivo ejemplo de Cristo. En el mismo lugar donde Pablo habla de su política de abnegación, afirmando: «Así como también yo procuro agradar a todos en todo, no buscando mi propio beneficio, sino el de muchos, para que sean salvos», también dice: «Sed imitadores de mí, como también yo lo soy de Cristo» (1 Co. 11:1). Esta es parte de una verdadera sucesión apostólica —no como la que reivindica Roma—, pero una sucesión de hombres que imitarán al apóstol, así como él imita la amorosa abnegación de Cristo. O, como Pablo dirá a los ancianos efesios en otra ocasión: «Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados; y andad en amor, así como también Cristo os amó y se dio a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios, como fragante aroma» (Ef. 5:1-2).

Hermanos, ¿están ustedes imitando a Cristo en su ministerio? ¿Están sus corazones comprometidos o tan solo sus mentes y sus bocas, sus pies y sus manos? Adopte como meta ministerial principal el ser como su Señor, y conocerá su bendición y verá avanzar la Palabra en demostración del Espíritu y poder.

De nuevo, como vimos en el último capítulo, detrás del ejemplo de Pablo hay algo más que el nivel por el cual deberían ser juzgados los ministros. De entrada, la exigencia del evangelio es que todo cristiano imite el ejemplo de Cristo. La amonestación bíblica a todos los que llevan el nombre de Cristo es: «Como escogidos de Dios, santos y amados, revestíos de tierna compasión» (Col. 3:12). «En conclusión, sed todos de un mismo sentir, compasivos, fraternales, misericordiosos» (1 P. 3:8). «Sed afectuosos unos con otros con amor fraternal; con honra, daos preferencia unos a otros» (Ro. 12:10). Hermanos, si la virtud de la compasión cristiana no se halla en gran medida entre nosotros, la vida de la iglesia pronto tendrá el frío helor de la muerte. Cuando la compasión de Cristo ya no se puede ver en los rostros (y los hechos) de su pueblo, el Espíritu de Cristo, que produce amor como su primer fruto, se entristecerá y se marchará. Como Pablo escribe más tarde a estos efesios: «Y no entristezcáis al Espíritu Santo de Dios, por el cual fuisteis sellados para el día de la redención […]. Sed más bien amables unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, así como también Dios os perdonó en Cristo» (Ef. 4:30-32). Esta es una descripción de cómo actúa el amor de los hermanos. Y sin este tipo de amor en acción, entristecemos al bendito Espíritu y hacemos que se retire de nosotros.

Notas:

1 Siguiendo el Textus Receptus —“texto recibido”, nombre por el que se conoce el texto griego del NT editado por Erasmo de Rotterdam e impreso por primera vez en 1516. Este conjunto de manuscritos en griego del NT es la base de muchas traducciones clásicas de la Biblia—, la RVR1960 y otras versiones traducen “con muchas lágrimas”. Que “muchas” sea la interpretación correcta es debatible; sin embargo, es sin duda una descripción precisa de la experiencia de Pablo.

2 Johannes P. Louw y Eugene A. Nida, Greek-English Lexicon of the New Testament Based on Semantic Domains (Nueva York: United Bible Societies, 1988), 1:408.

3 Philip Edgcumbe Hughes, Paul’s Second Epistle to the Corinthians [La segunda epístola de Pablo a los Corintios] en The New International Commentary on the New Testament [El Nuevo comentario internacional del Nuevo Testamento], (Grand Rapids: Wm. B. Eerdmans Publishing Co. 1962), 210.

4 Las traducciones de algunas versiones «sobre Él» y «de Él» son incorrectas. La expresión auvto, n, sate significa, sencillamente, «lo oísteis».

5 La traducción de algunas versiones («a quien») es preferible a la de otras («de quien»). Esto resulta especialmente claro cuando consideramos el contexto del Antiguo Testamento de donde Pablo toma la cita: «Por tanto, mi pueblo conocerá mi nombre; así que en aquel día comprenderán que yo soy el que dice: “Heme aquí”. ¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del que trae buenas nuevas del que anuncia la paz, del que trae las buenas nuevas de gozo, del que anuncia la salvación, y dice a Sion: Tu Dios reina!» (Is. 52:6-7).

6 John Brown, Analytical Exposition of the Epistle of Paul de Apostle to the Romans (reed., Grand Rapids: Baker Book House, 1981), 298-99.

7 John Dick, Lectures on the Acts of the Apostles (Glasgow: Maurice Ogle & Son, 1848), 356.

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