La fidelidad en el ministerio pastoral

La fidelidad en el ministerio pastoral

Vosotros bien sabéis cómo he sido con vosotros todo el tiempo, desde el primer día que estuve en Asia (Hch. 20:18).

Pablo ha estado fuera, en su tercer viaje misionero, fortaleciendo a las iglesias de Galacia y Frigia (Hch. 18:23), y trabajando durante tres años en Éfeso (20:31); a lo largo de este tiempo, «todos los que vivían en Asia oyeron la palabra del Señor» (19:10). Ahora está volviendo a la iglesia de Antioquía que lo había enviado, y con planes de detenerse por el camino en Jerusalén. En primer lugar, se dirigió al oeste por última vez, y visitó a las iglesias de Macedonia y Grecia. Solo después de esto, ahora inicia su trayecto hacia Jerusalén.

Pablo tiene un pasaje en un barco que atracará en Mileto, el puerto de mar de Éfeso situado a unos cuarenta y ocho kilómetros de la ciudad en sí. Lucas dice, sin embargo, que había decidido no aventurarse hasta Éfeso mismo: «Porque Pablo había decidido dejar a un lado a Éfeso para no detenerse en Asia, pues se apresuraba para estar, si le era posible, el día de Pentecostés en Jerusalén» (20:16). Pablo sabe que, si entra en Éfeso, sus enemigos empezarán a agitarse, o sus amigos le insistirán para que permanezca más tiempo del que sus planes le permiten. Como se está apurando para cumplir con una fecha en concreto, no se puede demorar. Está haciendo todo el esfuerzo posible para llegar a Jerusalén a tiempo para la gran fiesta de Pentecostés. La ciudad estará llena de peregrinos que suben para la festividad y el apóstol espera estar allí en un momento en el que su «testimonio del evangelio de la gracia de Dios» (20:24) puede tener la más amplia audiencia entre sus hermanos según la carne.

Hechos 20:17-18 es el relato que Lucas hace del discurso de Pablo a los ancianos efesios, a los que ha convocado para que se reúnan con él en Mileto. Aunque se dirige originalmente a estos responsables de la iglesia, de manera que su instrucción principal es para hombres que desempeñan dicho oficio, aquí existen, no obstante, valiosas lecciones para todos los cristianos. El tema de este discurso, si podemos resumirlo a sus énfasis primordiales, es La fidelidad en el ministerio pastoral. Mediante un amplio bosquejo, Pablo recuerda el ejemplo de su propio ministerio, habla de sus proyectos inmediatos para el futuro, exhorta a los ancianos efesios con respecto a sus propias tareas ministeriales y los encomienda a Dios y a Su Palabra.

Este texto, quizá más que cualquier otro en la Palabra de Dios, nos proporciona una instantánea de lo que Pablo describe en otro lugar como un ministerio fiel e idóneo (2 Ti. 2:2). Todo ministro del evangelio debería orar fervientemente para que Dios lo capacite de tal manera que pueda imitar a Pablo, con el fin de que al término de sus días le sea posible tener una buena conciencia en cuanto a la conducta de su servicio a Cristo. La meta hacia la que todo ministro debería dirigirse es esta: poder afirmar, al final de la vida, que uno ha acabado su carrera y cumplido el ministerio recibido del Señor Jesús de una forma honrosa y fiel. Si un hombre adopta este propósito como objetivo personal, si esta es su aspiración sincera, no podrá sino definir su ministerio y situarlo en el camino donde aguardar legítimamente la bendición de Dios.

Si usted es un ministro del evangelio eterno, ¿está decidido a perseguir esta meta como la única digna de un hombre que trabaja al servicio de Cristo? Una determinación semejante será costosa, como lo fue en el caso de Pablo; sin embargo, ¿sería demasiado atrevido afirmar que ningún hombre debería estar en el ministerio del evangelio, a menos que su vida y su ministerio estén ordenados según los principios que hallamos en este texto? Todavía tenemos que examinar el discurso de Pablo para ver en su articulación de los principios que lo distinguieron como ministro del evangelio; pero si usted es pastor, un anciano en la iglesia de Cristo, le ruego que ore con fervor con el fin de que nuestro Señor lo capacite para imitar fielmente el ejemplo de su apóstol. Más allá del asunto de su propia conducta, también necesita enseñar al pueblo de Cristo lo que debe esperar en un ministro del evangelio idóneo y fiel. Ellos, al igual que usted, necesitan establecer el nivel tan alto como lo hace la Biblia. Ahora bien, si usted no es un ministro, sino un cristiano laico, le ruego que considere con mucha oración los principios que se hallan en este texto, y que ordene su forma de pensar en cuanto al ministerio del evangelio según lo que vea.

Cualquiera que sea su posición en la iglesia de Cristo, su actitud con respecto a lo que constituye un ministerio idóneo y fiel es importante para la salud y la utilidad de la iglesia. Un principio sencillo, pero importante, es que la utilidad de la iglesia en perseguir su llamado no suele superar la capacidad y la fidelidad de sus líderese. Es vital que tanto los ministros de Cristo como su pueblo entiendan esto. Una vez visto que esto es así, examinemos el testimonio de Pablo en cuanto a su propio ejemplo como ministro fiel e idóneo del evangelio. Por supuesto que, al comenzar a hacerlo, deberíamos reconocer que en ningún lugar de estos versículos Pablo nos dice: «Imítenme a mí en sus labores ministeriales», pero con toda seguridad este era el mensaje que el Espíritu Santo pretendía para los ancianos efesios y para cualquier hombre que comparta con ellos el sagrado oficio de pastor en la iglesia de Cristo.
Empezaremos citando la totalidad de Hechos 20:17-18.

Y desde Mileto mandó mensaje a Éfeso y llamó a los ancianos de la iglesia. Cuando vinieron a él, les dijo: Vosotros bien sabéis cómo he sido con vosotros todo el tiempo, desde el primer día que estuve en Asia, sirviendo al Señor con toda humildad, y con lágrimas y con pruebas que vinieron sobre mí por causa de las intrigas de los judíos; cómo no rehuí declarar a vosotros nada que fuera útil, y de enseñaros públicamente y de casa en casa, testificando solemnemente, tanto a judíos como a griegos, del arrepentimiento para con Dios y de la fe en nuestro Señor Jesucristo. Y ahora, he aquí que yo, atado en espíritu, voy a Jerusalén sin saber lo que allá me sucederá, salvo que el Espíritu Santo solemnemente me da testimonio en cada ciudad, diciendo que me esperan cadenas y aflicciones. Pero en ninguna manera estimo mi vida como valiosa para mí mismo, a fin de poder terminar mi carrera y el ministerio que recibí del Señor Jesús, para dar testimonio solemnemente del evangelio de la gracia de Dios. Y ahora, he aquí, yo sé que ninguno de vosotros, entre quienes anduve predicando el reino, volverá a ver mi rostro. Por tanto, os doy testimonio en este día de que soy inocente de la sangre de todos, pues no rehuí declarar a vosotros todo el propósito de Dios. Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual el Espíritu Santo os ha hecho obispos para pastorear la iglesia de Dios, la cual El compró con su propia sangre. Sé que después de mi partida, vendrán lobos feroces entre vosotros que no perdonarán el rebaño, y que de entre vosotros mismos se levantarán algunos hablando cosas perversas para arrastrar a los discípulos tras ellos. Por tanto, estad alerta, recordando que por tres años, de noche y de día, no cesé de amonestar a cada uno con lágrimas. Ahora os encomiendo a Dios y a la palabra de su gracia, que es poderosa para edificaros y daros la herencia entre todos los santificados. Ni la plata, ni el oro, ni la ropa de nadie he codiciado. Vosotros sabéis que estas manos me sirvieron para mis propias necesidades y las de los que estaban conmigo. En todo os mostré que así, trabajando, debéis ayudar a los débiles, y recordar las palabras del Señor Jesús, que dijo: “Más bienaventurado es dar que recibir”. Cuando terminó de hablar, se arrodilló y oró con todos ellos. Y comenzaron a llorar desconsoladamente, y abrazando a Pablo, lo besaban, afligidos especialmente por la palabra que había dicho de que ya no volverían a ver su rostro. Y lo acompañaron hasta el barco.

Al describir el ejemplo de su propio ministerio, Pablo dirige la atención de los ancianos efesios a lo que conocen, de primera mano, por su propia experiencia. «Vosotros bien sabéis (es decir, sabéis perfectamente, evpi, stamai), cómo he sido con vosotros todo el tiempo, desde el primer día que estuve en Asia (20:18). Pablo no apela a informes de segunda mano. No afirma: «Vosotros sabéis lo que se dice de mí. Conocéis mi reputación». Tampoco les pide que reciban su autoevaluación sin referencia alguna a su propio juicio sobre esta materia. En lugar de ello, recurre a lo que conocen perfectamente por la experiencia que ellos mismos han tenido al respecto. Y habla sin ningún temor a que ellos se rasquen la cabeza y digan: «El Pablo que estás describiendo no es el que nosotros conocemos». Habla con la confianza de un hombre que tiene muy claro que ha ganado la sujeción de sus consciencias por el ministerio honorable y fiel que ha desempeñado entre ellos.
También es importante que observemos que Pablo apela a ellos basándose en un ministerio coherente. «Vosotros bien sabéis cómo he sido con vosotros todo el tiempo desde el primer día que estuve en Asia». Ninguno de ellos podía escuchar lo que él afirmaba y no respetarlo a causa de alguna inestabilidad por su parte. Ninguno se había preguntado jamás qué Pablo predicaría en el Día del Señor, o con qué Pablo se encontrarían en la interacción privada, o qué tema iba a sacar ahora. En su manera y mensaje, en los principios expuestos en su ministerio, había expresado constancia y coherencia desde el primer día que llegó a ellos. Nunca les había dado razones para que por un solo instante se preguntaran quién era él o si estaba comprometido con ellos y con el ministerio que intentaba ejercer en medio de ellos.

Aún debemos ver los detalles que sustentaban la declaración, pero en su frase de apertura, Pablo está diciendo que en todo el tiempo que pasó con los efesios fue un fiel ministro del evangelio y pastor de sus almas. J. A. Alexander dice que este discurso «se ha considerado, con razón […], una obra maestra de fidelidad apostólica y pastoral».1 Pablo da las primeras pinceladas de su obra maestra con estas palabras: «Vosotros bien sabéis, cómo he sido con vosotros todo el tiempo, desde el primer día que estuve en Asia (20:18).

Incluso en esta declaración de apertura, las palabras de Pablo suscitan importantes preguntas para cualquier hombre que trabaje en el ministerio del evangelio. Sin embargo, la más básica de todas ellas es la validez del autoexamen sincero a la luz del ejemplo y el testimonio del apóstol. En una palabra, colega ministro, ¿puede usted decir lo que Pablo afirmó?

¿Qué sabe su gente sobre usted por su experiencia de primera mano? No lo conocen sencillamente por informes de un tercero o por reputación, sino de una forma íntima mediante su propia interacción con usted. No es un predicador visitante. Y tampoco recibe el pueblo de Dios su mera autoevaluación sin referirse a su propio juicio. Lo conocen bien. ¿Pero qué saben de usted? ¿Opinan que es usted un hombre idóneo y fiel, un obrero que no tiene por qué ser avergonzado? ¿O tal vez piensen que no usted no es más que un zángano, es decir, tan estéril en su propia alma y tan incapaz de engendrar y criar hijos espirituales?

Además, ¿cuenta usted con un historial de coherencia en sus labores ministeriales? ¿O, por el contrario, es usted inestable, dubitativo, con un estado de ánimo ministerial de altos y bajos? ¿Es usted un pastor «bipolar», un día lleno de celo y aliento, y, al siguiente, desalentado, abatido y paralizado? ¿Se preguntan las ovejas de Cristo qué clase de hombre aparecerá el próximo Día del Señor? ¿O quizá se preguntan qué va a ser lo próximo con lo que usted va a salir? ¿Persigue usted la última moda actual del ministerio o espera ansiosamente que se publiquen las guías prácticas de los gurús del ministerio que tanto parecen abundar en nuestra época? ¿O está andando por los senderos antiguos donde los hombres hallan descanso para sus almas? (cf. Jer. 6:16).

Además, ¿qué ha definido su ministerio? ¿Ha sido su propio interés su principal motivación? ¿Está cumpliendo la ambición de ser el «clérigo» (la persona «principal» en la comunidad)? ¿Busca usted fama y notoriedad? O, como en el caso de Pablo, ¿le ha constreñido el amor de Cristo? ¿Son el honor de Dios y la bendición de las alamas bajo su cuidado lo que más le importa?

¿Tiene una buena conciencia con respecto a su servicio a Cristo y a Su iglesia? Si la respuesta es «sí», el camino le ha resultado costoso y seguirá siéndolo. Quizá se esté acercando al final de su ministerio y de su vida. ¿Puede decir con una buena conciencia (aunque no perfecta) que ha corrido una buena carrera, de una forma honorable y fiel? No le estoy preguntando cuánta gente se ha convertido por su predicación, el tamaño de la congregación que ha pastoreado, o si ha conseguido dejar un lugar alquilado para tener su propio edificio de iglesia. Lo que quiero saber es si, llegado al final de su ministerio y al decir adiós al pueblo de Dios, cuando se dirige a él por última vez, revisando con todos ellos la conducta y los frutos de su labor entre ellos, tendrán que replicar: «El pastor que usted está describiendo no es el que nosotros conocemos»?

Para poder hablar como Pablo lo hizo en esta ocasión, se requieren tres cosas de usted ahora. En primer lugar, debe atender sus tareas con mucha oración. El ejemplo de Pablo en esto se percibe con suma facilidad a partir de sus cartas. Oraba continuamente por aquellos a los que había ministrado, para que abundaran en bendiciones espirituales. Algo típico en sus oraciones por los efesios es lo siguiente: «Por esta razón también yo, habiendo oído de la fe en el Señor Jesús que hay entre vosotros, y de vuestro amor por todos los santos, no ceso de dar gracias por vosotros, haciendo mención de vosotros en mis oraciones; pidiendo que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, os dé espíritu de sabiduría y de revelación en un mejor conocimiento de Él. Mi oración es que los ojos de vuestro corazón sean iluminados, para que sepáis cuál es la esperanza de su llamamiento, cuáles son las riquezas de la gloria de su herencia en los santos, y cuál es la extraordinaria grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, conforme a la eficacia de la fuerza de su poder» (Ef. 1:15-19; cf. Ro. 10:1; 2 Co. 13:5-9; Fil. 1:3-11; Col. 1.9-11; 2 Ts 1.11-12). Con toda seguridad, los asuntos por los que él pedía a otros que oraran con respecto a él, también constituirían su continua súplica para su persona (cf. Ro. 15:30-32; 2 Co. 1:11; Fil. 1:19; Col. 4:2-4; 2 Ts. 3:1-2; He. 13:18). El ministerio de Pablo estaba bañado en oración. Cada aspecto del mismo comenzaba con él arrodillado ante Dios. Y si no lo imitamos en esto, no podemos esperar la bendición de Dios. Un ministerio sin oración será estéril y, al final, habrá de ser confesado y no celebrado.

En segundo lugar, su ministerio debe estar marcado por una labor ardua. En nuestras preparaciones para enseñar y predicar, debemos tomarnos muy en serio la advertencia de Pablo a Timoteo: «Procura con diligencia presentarte a Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse, que maneja con precisión la palabra de verdad» (2 Ti. 2:15). Pablo podía hablar de su ministerio en estos términos: «Y con este fin también trabajo, esforzándome según su poder que obra poderosamente en mí» (Col. 1:29). Recordó a los corintios sus «trabajos y fatigas» (2 Co. 11:27). Es un hecho sencillo, aunque ignorado, que las Escrituras no entregarán sus tesoros a los perezosos ni a los negligentes. Y Dios no bendecirá con gracia de conversión y edificación el ministerio de los hombres que no «gaste y sea gastado» por las almas de los hombres (2 Co. 12:15).

En tercer lugar, su ministerio debe estar marcado por la resolución en lo que respecta a su propio estado espiritual y moral. Pablo pudo decir al Sanedrín judío: «He vivido delante de Dios con una conciencia perfectamente limpia» (Hch. 23:1). Le fue posible decir al gobernador romano de Judea: «Teniendo la misma esperanza en Dios […], de que ciertamente habrá una resurrección tanto de los justos como de los impíos. Por esto, yo también me esfuerzo por conservar siempre una conciencia irreprensible delante de Dios y delante de los hombres» (Hch. 24:15-16). Semejante testimonio no se lograba al margen de una resolución y un esfuerzo continua, ferviente, como Pablo describe en 1 Co. 9:27. «Golpeo mi cuerpo y lo hago mi esclavo, no sea que habiendo predicado a otros, yo mismo sea descalificado» (1 Co. 9:27). Tan vital es esta determinación que Pablo advierte a Timoteo: «Ten cuidado de ti mismo y de la enseñanza; persevera en estas cosas, porque haciéndolo asegurarás la salvación tanto para ti mismo como para los que te escuchan» (1 Ti. 4:16). Por consiguiente, que Timoteo ignorara el estado de su propia alma sería tan perjudicial para el éxito de sus tareas como descuidar la sana doctrina. De hecho, ¿cómo podría ser de otro modo? ¿Acaso Dios bendecirá a aquellos cuyas propias almas no son transformadas por las verdades que predican? ¿Bendice Dios a los hipócritas?

¿Qué sabe su gente de usted, como experiencia de primera mano? ¿Lo conocen como un hombre que sigue el ejemplo apostólico en su caminar y su ministerio? ¿Cómo un hombre que se niega a sí mismo? La presencia de esta virtud se da por sentada en todo lo que ya hemos visto. Pertenece a la esencia del vivir cristiano y a la del ministerio cristiano. ¿Su manifestación de esta virtud va en aumento? Si no es así, no será capaz de hablar como lo hizo Pablo al final de su ministerio. Todavía queda mucho por ver en los capítulos que tenemos por delante, ¿pero ha captado ya Dios su atención? ¿Está usted haciendo las cosas que lo capacitarán a proceder y acabar bien?

Notas:

1. J. A. Alexander, A Commentary on the Acts of the Apostles [Un comentario sobre los Hechos de los Apóstoles] (reed., Edimburgo: Banner of Truth, 1963), 2:239.

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